mardi 30 septembre 2014

Tus preguntas incómodas

"¿Dónde estás tú?" (Génesis 3:9)

Mi teléfono interrumpió mi charla. Los estudiantes aprovecharon para consultar los suyos. Di la media vuelta discreta de rigor para crear el espacio privado que esas interrupciones reclaman:
"- ...
"- ¡Ajá! ¿Y desde cuando est...
"- ...
"- Ya veo. ¿Cuándo lo ingres...
"- ...
"- Te mando un mensaje de tex..."
El pito molesto en nota sostenida, aguda, que deja tu frase ahi colgada, bamboleante, cual condenado en su horca. Así, de espaldas como estaba, escribí en la función de texto:
"No estoy en la ciudad. Tan pronto termine aquí voy inmediatamente al hospital"

"¿Y quién te dijo que estabas desnudo?" (Génesis 3:11)

Todo relato fundante (fundacional, dicen algunos), además de contarnos de dónde venimos, nos dicen que algo está mal. Eso se lo aprendimos a A. J. Greimas. Los orígenes, bucólicos y todo, traen consigo la interrupción de escenas idílicas. Hasta se puede decir que si algo está siempre bien ya eso quiere decir que las cosas están mal.
¿Cómo llega uno a saberlo? ¿No es cierto que solemos descargar nuestras frustraciones no en las causas de nuestros males sino en quien nos informa que algo no anda muy bien? La vieja idea de ejecutar al mensajero parece no ser  tan descabellada, después de todo. En el cuento infantil, el problema no era que el emperador estuviese desnudo sino en que alguien así lo hizo saber.
Una llamada teléfonica aborta mi clase, manda al traste lo que planeó para un día. Abruptamente, agregaría el cronista. De donde se pasó a tener que salir a las carreras. Y coger un taxi. Y dar explicaciones en un aeropuerto. Y contarle una historia insulsa al empleado que ni te escucha. Y reorganizar un itinerario. Y pagar extra. Y coger otro taxi al llegar. E ir derecho al hospital. Y más gastos extras. Y el maletín que no se puede descargar. Y llegar a una sala de urgencias. "Cara de tramposo y ojos de atorrante," fue lo que se me vino a la mente cuando me miré por una fracción de segundos en el espejo del baño de la sala de urgencias. En mi tierra nunca decimos atorrante. Cosas de una vieja canción. ¿Todo por una llamada? ¿El problema estaba en el mensajero? ¿Alguien que me dijo que estaba desnudo? ¿Y que no me luce estarlo? ¿Que no soy George Clooney (se casaba ese día) como para posar vestido de emperador desnudo?

"¿Dónde está tu hermano?" (Génesis 4:9).

Logré convencer al portero que me dejara entrar. Le bastó ver mi cara de amanecido. "Un atorrante," se hubiera dicho para sus adentros, pero es tan colombiano como yo y fue un madrazo lo que sus ojos me lanzaron. Eran las 3:00 pm. Hacía  nueve horas que me habia levantado. Un par de chicles en mi boca, mi única ración del día, me permitían hablar sin que mi aliento atentara contra la salubridad pública.
Y luego mi travesía hasta el sitio donde estaba mi hermano. Hela aquí:
Franquear el castillo del portero. Cual faraón en su corte, era el primer escollo hacia mi hermano. El portero es mi hermano, pero no el que me trajo hasta aquí.
Se abrió, luego, ante mí el paso del Mar Rojo. A mi derecha, contra la pared, un hilera interminable de camillas con exhibiciones del drama humano: ancianos que en silencio soportaban una humillación más, heridos en su sangre ya acartonada a la espera de algún auxilio, un bebé que intercalaba sus risas con llanto, el hombre que no hacía más que toser ruidosamente y escupir como si sus pulmones le estorbaran y quisiera deshacerse de ellos, tubos de oxígeno, bolsas para el suero, olores, hedores, hediondeces, empleadas para el aseo todas ellas de piel oscura y uniformadas de azul (¿contratan hombres para esos menesteres?), enfermeras y enfermeros de piel menos oscura, estudiantes de medicina de una universidad prestigiosa con muy poca melanina en su piel que se paseaban con sus batas blancas sin prestar atención alguna a los pacientes (iban de a dos: ella y él; ella obsequiosa, él displiscente; ella a la zaga, él impartiendo conocimientos; un par de semestres los separaba). Huxley, alguien por estos lares anda copiando tu mundo feliz.
Al final, en un rincón, al margen de la barahúnda, "a la vera del camino" (¡otra vieja canción!) en donde ha permanecido a lo largo de su vida, tras una barba espesa que lo hace lucir como el más feroz combatiente (que lo ha sido, no les quepa la menor duda), en silencio, sentado en su camilla, hundido en sus vericuetos que en su caso son más profundos y entreverados que en el resto de los humanos, mi hermano.
¡Mi hermano! 
Mi hermano y sus preguntas desde la aurora de mucho antes de la historia. Mi hermano que salió de mis entrañas, no de mi costado, y desde la camilla de un hospital me delata: no tengo más que mi deplorable desnudez para seguir transitando. 

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