mercredi 29 mai 2024

 LO SAGRADO Y LO PROFANO


El otro día estuvimos hablando con Andrés Marín y Lulú Campos en su pódcast ConCiencia  acerca de Nadia Bolz-Weber y su Santos accidentales: Encontrando a Dios en las personas equivocadas, un libro publicado hace algunos años por JuanUno1 Ediciones.

Si andas mal del oído, pégate a ese pódcast. Ahí te encontrarás con las irreverencias que hacen falta. Y si andas bien, también. No sea que de tanto bienoír te conviertas en ciudadano, ciudadana o ciudadane de bien.

Andrés y Lulú me llevaron a pensar en la queja del profeta de antaño. Eso está en un apartado (capítulo 22, lo llaman) de un libro que lleva su nombre. Uno cree que el profeta descabellado (¿quién no lo es?) se llamaba Ezequiel, o que llamándose así, escribió todo eso que pronunció con una irreverencia nivel Diógenes despotricando contra el nuevo orden que anunciaba Alejandro, el que se apellidaría Magno.

El capítulo 22 contiene tres denuncias de Ezequiel. Toda ellas con el mismo acento iconoclasta. Todas ellas contra las capas dirigentes de su país. Todas ellas, mayormente la segunda, contra la estructura que esas noblezas cancerígenas habían construido.

La tercera queja va contra la dirigencia religiosa. Al llegar a la encargada de administrar el buen proceder, los símbolos de santidad y demás tuercas, las de «robot con las que se nos quiere ungir el alma, las de la gloria perdida de su dios», el profeta les asesta el hachazo de que son esos mismo santos pestilentes los que inauguran la maldad y la perfuman con eau de cologne de santidad. Conste que ese dios va en mayúscula dado su muy sinaítico origen.

Eso hacen los arquitectos del bien. Pregonan las conductas santas con tal perversidad que lo realmente santo se hace profano, y esto último se profaniza cuando lo erigen como santo. Así, entonces, el culto que celebraba la liberación se convierte en ceremonia que ensalza la banalidad sacerdotal. En tiempos de Ezequiel y hoy en día.

De pronto Nadia Bolz-Weber no es la única pastora que dice ¡mierda! en el púlpito. Ojalá no lo sea. Que haya más. Que abunden los Ezequieles que profanen las pulcritudes gramaticales que las aristocracias criollas, más blancas y nobles que las rancias europeas, impusieron como marca de buena ciudadanía. 

Son los santos quienes desde sus megaiglesias y superconciertos Hillsongnizados y Dantegebelizianos, desde sus discipulados de impolutas improntas calvinistas cincopuntos, desde sus escatologías de genocidio palestino denigran lo sagrado reduciéndolo a objetos de consumo del mercado. Lo sagrado es aquello que rompe con las casas de esclavitud y se abre al desierto de la solidaridad, de la celebración de la más leve llovizna, del pan compartido que parece caído del cielo por cuante surge del surco de la fraternidad, de la sororidad, en busca de un horizonte de disfrute y no de la destrucción de la vida.

Irreverencias que santifican. Como las de Ezequiel. Como las de Nadia Bolz-Weber. Como las de Andrés, Lulú y el pódcast ConCiencia



mercredi 22 mai 2024

 Camille: un eclipse que ilumina

Hasta hace muy poco a Camille Claudel la conocían solamente los críticos de arte, las personas que dedican su vida a la investigación y se lo pasan en museos, bibliotecas y archivos especializados y alguna que otra estudiante en las facultades de artes. Para familiarizarnos con ella tenemos que acudir a una de las luces que se proyectaron sobre ella. Y la ensombreció. La opacó.

Por ejemplo, la luz de esta escultura conocida:



Se trata de El beso, de Augusto Rodin. De la popularidad de Rodin no hay duda. Sus esculturas las ve uno empotradas en las plazas de ciudades importantes y en las salas de las casas de barrios de clase media baja. Rodin es una fuente de luz de gran importancia en el mundo del arte. Luz y todo, pero una sombra sobre Camille Claudel.

Detrás de su obra, en la trastienda de esculturas como la de El beso, se esconde, a su sombra, el trabajo arduo, el talento y la entrega apasionada de Camille. Las esculturas de Camille, dicen los estudiosos, son “una porción de una espiritualidad escondida en lo profundo de la piedra” (Haleigh Burgon, U. Brigham Young, Estados Unidos).

Camille era una joven escultora que aún no conseguía ser tomada en cuenta cuando, a sus 18 años, conoció a Augusto Rodin, quien ya frisaba los 40 y era un escultor de renombre. A los biógrafos de Rodin no les gusta hablar de la relación tórrida y pasional que se estableció entre él y su joven aprendiz. No tanto por algún pudor que los lleve a evitar el morbo, sino porque Camille no era ninguna aprendiz.

Camille no se las tuvo que ver tan solo con el eclipse al que la sometió la sombra de Rodin. Su hermano menor, Paul, se encargó de verter sobre ella la sombra que faltaba para que la singularidad de Camille pasara desapercibida. Paul Claudel fue un poeta de renombre. La Anunciación a María es probablemente su obra más conocida en América Latina. Además de haber sido una figura descollante en la literatura, Paul Claudel fue un diplomático que estuvo a cargo de las negociaciones más complicadas de su país con potencias como Estados Unidos, el Reino Unido, China y otros más de peso en el concierto internacional.

Entre Rodin y su hermano Paul, Camille muy pronto cayó en el olvido. Pasó a habitar el mundo de las sombras. Pero no de las sombras que rompen el mármol a través de su obra, sino las del eclipse de la preponderancia masculina a su alrededor. Los últimos 30 años de su vida los pasó en un asilo para enfermos mentales, en donde murió a la edad de 78 años, en 1943, cuando Francia como país estaba también sumida bajo las sombras de la ocupación nazi. Eran los años sombríos de la II Guerra Mundial. Su familia consideró que ella padecía de una enfermedad mental y se decidió internarla. El eclipse la invisibilizó. ¿Para siempre?

Camille nunca ocultó su devoción por Rodin. En una escultura autobiográfica en la que trabajó varios años, ella lo confiesa sin tapujos. Se trata de La implorante, o La que implora. Es un trabajo que corresponde a la época en la que Rodin dio por terminada su asociación con Camille, decidió seguir unido a su esposa, pero a la vez, optó por una nueva amante.



No es posible sustraerse al desgarro visceral que esta escultura nos comparte en su grito. Con los críticos de arte queda uno preguntándose si acaso no fueron estos destellos de luz los que llevaron a la familia de Camille a considerarla inestable psicológicamente, y condenarla a la noche del asilo.

Camille Claudel permaneció a lo largo del siglo XX reservada para los estudiosos. El gran público la desconoció. Los nombres de Rodin y de Paul Claudel llenaban el imaginario colectivo y despertaban la devoción de su país natal, mientras ella languidecía en un asilo. Hubo que esperar hasta 1982 cuando la escritora Anne Delbeé publicó Una mujer: Camille Claudel, para que el público en general empezara a redescubrir a una escultora cuya genialidad la ponía incluso por encima del gran artista que tanto reverenciaban. Luego vino la película Camille (1988) basada en esa obra que, antes que biografía, es una novela. Camille Claudel, a casi 75 años de su muerte, está ahora siendo revindicada gracias a la lucha incansable de mujeres que, en este caso, desde la academia y el trabajo artístico, no admiten el eclipse de la dominación patriarcal.




La pasión de Camille Claudel. Isabelle Adjani y Gérard Depardieu (avance)