"En el segundo capítulo de ¿Por quién doblan las campanas? Hemingway relata el día en que los republicanos (con quienes él simpatiza, en tanto hombre y en tanto autor) conquistan un pequeño poblado que estaba en manos de los fascistas. Los liberadores condenan sin proceso alguno a una veintena de personas y les dan caza en el sitio en el que ya habían agrupado a hombres armados con mayales, tridentes, guadañas para que ejecutasen a los culpables. ¿Culpables? A la mayoría no se les podía reprochar su pertenencia pasiva al partido fascista. Aunque los verdugos, aldeanos simples que los conocían bien y no los detestaban, eran reticentes y de naturaleza tímida, no fue más que bajo el efecto del alcohol y, después, al calor de la sangre, que se excitaron hasta el punto que la escena (¡su descripción detallada ocupa casi la décima parte de toda la novela!) termina con el desencadenamiento de una atrocidad de tal crueldad que todo degenera en un infierno.
Invariablemente, los conceptos estéticos se transforman en interrogantes. Yo me pregunto: la Historia, es trágica? Planteémoslo de manera diferente: la noción de tragedia, tiene acaso algún sentido por fuera del destino personal? Cuando la Historia pone a las masas, los ejércitos, los sufrimientos y las venganzas en movimiento, no se pueden distinguir las voluntades individuales; la tragedia es engullida completamente por las rebosantes alcantarillas que serpentean por el inframundo. En rigor, uno podría buscar la tragedia bajo los escombros de los horrores, en la primera impulsión de aquellos que tuvieron el coraje de arriesgar sus vidas por la verdad.Pero hay horrores de los cuales ninguna búsqueda arqueológica encontrará el menor vestigio de tragedia: las matanzas por dinero; peor, por una ilusión; peor aún, por una estupidez. El infierno (el infierno en la tierra) no es tragedia. El infierno es el horror sin ningún asomo de tragedia."
(Milan Kundera, Le rideau, Paris: Gallimard, 2005)
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