Y el verbo se hizo hombre, persona, realidad histórica, carne.
Dejó su forma infinitiva y se arriesgó a la enunciación de lo indicativo, a la insinuación de lo subjuntivo. Le quitó al imperativo su ceño fruncido y su dedo índice condenatorio para volverlo invitación seductora. Se mezcló con otros para desencadenar posibilidades, complejizar tiempos prosaicamente simples, imaginar futuros, poetizar presentes, transformar pretéritos, reírse de pluscuamperfectos.
El verbo se sacudió de sus terminaciones de eternidad exasperante:
-ar
-er
-ir.
Se confabuló conmigo, contigo, con ella, con él, con nosotros, con nosotras, con ustedes, hasta con vosotros y vosotras no obstante vuestro fuero aristocrático, y alcanzó a ellos y a ellas, los más distantes, los del borde mismo del margen, allá donde los condenamos, a ellos y a ellas: los diferentes, los disidentes, los desviados.
El verbo se hizo carne. Dejó su forma sustantivada pues no resistió el encanto del relato, los sobresaltos de la narración, la fluidez del poema, la cadencia del canto.
Lo imagino en su primer balbuceo. Tuvo que haber sido un llanto. Harto ya del silencio de lo eterno inmóvil, su puerta de entrada como palabra consonante y vocalizante fue la del grito vagabundo del juglar vallenato.
Y el verbo fue palabra. La piedrecita que un gigante del sur quiso poner en su poema; la que inventa amaneceras cuando llega cargada de la ternura que desarma; la que derriba murallas que quisieran que la palabra no lo fuera, que volviera a su castillo impenetrable de verbo infinitivo, de la eternidad que vuelve sus espaldas a las arenas movedizas de la angustia humana.
El verbo le apostó a sufrir. Encontró el lugar en que la palabra se hace hombre: la vida que arriesga para celebrar las mil y una navidades que se esconden en tu risa.
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