dimanche 16 mars 2014

La esperanza: vulnerable, indestructible; como una mujer, como un bebé (Apocalipsis 12)

Monsters are born when reason goes to sleep - Olga Sedakova.


El curso terminó con la lectura de un relato que parece arrancado de alguna página de Tolkien. Esta vez, en lugar de hobitos ("hobbits" dicen ahora en estos tiempos de monolingüismo comercial) enfrentados a hordas pestilentes de orcos y monstruos armados hasta los dientes, se trataba de una mujer indefensa en dolores de parto. Un dragón que se desdoblaba en bestia temible y serpiente de proporciones dantescas se aprestaba a devorar la criatura a punto de nacer.

La escena convoca la rabia, la impotencia, el miedo. La escena reclamaba la esperanza, siempre tan débil, siempre tan inasible, siempre tan cercana y, por lo mismo, tan distante. La esperanza depositada en un bebé. La esperanza, el proverbial rayo de luz que atraviesa tenuamente el cielo oscuro como diciendo que tinieblas no es todo lo que hay. ¿Cómo puede una mujer atender a los dolores de su parto, al júbilo angustiante del hijo que viene, y a la vez enfrentarse a las bestialidades de una realidad que se apresta a aplastar la belleza que surge de sus entrañas?

El relato que leímos con los estudiantes cuenta que la protección llegó, cual si se tratara de un verso de algún trovador latinoamericano que solía pregonar: 


"...y a la hora del naufragio y de la oscuridad

alguien te rescatará para seguir cantando,
cantando al sol como la cigarra..." 

Y llegó algún alguien, pero no para rescatar a la mujer sino al bebé. La mujer huyó. No tuvo tiempo de reparar en sus carencias, ni en sus dolores, ni en sus hambres, ni en su sed múltiple. Como si la esperanza la hubiera abandonado, huyó al desierto. Hasta allá la siguieron las huestes del mal. El desierto vino en su auxilio. Sus arenas se abrieron para devorar la munición que se desencadenó en su contra para destruirla.


Tal es la historia que nos dejó, a mis estudiantes y a mí, sumidos en un silencio inexplicable. Se trataba de una de las muchas metáforas mediante las cuales la urdimbre del texto bíblico se las ingenia para hablar de lo indecible. La esperanza de que en últimas se imponen la vida y la justicia, la belleza y el jolglorio, la equidad y la bondad, la paz y la salud, el pan y la fiesta, esa esperanza que tímidamente y con firmeza insiste en susurrar su murmullo de aliento estando plenamente convencida que el actual ordenamiento según el cual el valor de fulano, mengana, perencejo y sutana dependen de sus capacidades de compra, esa esperanza se nos presentaba, una vez más, en la imagen de lo vulnerable: una mujer, un bebé, un desierto. Apocalipsis capítulo 12, el rincón donde alojaron el relato del que les cuento, termina con un golpe atrevido, audaz, certero: mientras el desierto salva a la mujer, se desmorona en el mundo entero el aparato acusador que le niega a individuos y comunidades el poder que proviene de que somos hermanos y hermanas. El imperio actual, el del mercado, especialista en reducirnos a consumidores haciéndonos rivales en virtud a su mentira que alega que estamos en contienda por acceder a unos recursos escasos, fue reducido a escombros, pues tal es la intención del Dios que no se somete a las reglas del mercado. Un bebé, una mujer, un desierto, esto es: sujetos reales y concretos ajenos a la retórica de la compra y la venta, desprovistos de capacidad de consumo, desinteresados en los sellos de garantía MasterCard
TM, VisaCardTM y demás embelecos, son los actores de primera línea en el derrumbamiento de un mundo hostil a la vida.