"Es más fácil para un profesor ordenar que enseñar," dicen que dijo John Locke. Quizá en su tiempo lo era. Quizá lo sigue siendo. Bromeaba mi amigo Marcos Gilson diciendo que el primer módulo en todo programa doctoral se titula: "Cómo ser dios, creérselo y actuar como tal."
Debo decirle a Locke que, como profesor, me estoy perdiendo el lado fácil de la vida. No, no es fácil ordenar. ¿Anduve distraído cuando estuvieron dictando el ya citado módulo? ¿Fui, acaso, a la universidad equivocada, justamente la que no se especializa en fabricar dioses?
No es fácil dar órdenes. Para hacerlo es necesario violentar primero la tenue cortina de la dignidad humana. Si la educación tuviera como meta la obediencia, el mecanismo sería, entonces, quebrantar la voluntad humana profanando la sacralidad de su fuero interno.
Mis estudiantes me educan. Nuestros bulliciosos salones de clase me confrontan con la riposta del muy nuestro Quino: "Educar es más difícil que enseñar, porque para enseñar usted precisa saber pero para educar se precisa ser."